Lorenzo

Hace pocos días que Lorenzo se fue. Tengo la sensación, el deseo impropio de decir que «me abandonó», pero sé que no es justo con él, que nunca hubiese hecho tal cosa. Simplemente es la vida, la vida misma, y la constante ausencia de aquellos que queremos y que, de manera egoísta, tal vez, quisiéramos tener siempre a nuestro lado. Lorenzo se fue porque su tiempo llegó, porque cumplió con sus cometidos en esta Tierra (hacerme feliz durante trece años fue uno de esos cometidos, y lo hizo a la perfección), y se fue porque estaba cansado. Así es como funciona, nos guste o no, estemos de acuerdo, o no.



Cuesta mucho, por supuesto, para quienes nos quedamos aquí, tomar conciencia de esos momentos en que esos seres queridos nos acompañaban de manera puntual. A las seis de la tarde, indefectiblemente, lo sacaba a pasear; y ahora, cada día, las seis de la tarde han pasado a ser la hora precisa de un vacío, de una carencia, de la ausencia de Lorenzo y su alegría frente a la puerta que nos llevaría a la calle. La escoba con la que barro el piso es solo una escoba, y no uno de sus juguetes preferidos. Y así con todos esos momentos puntuales: la hora de la comida, la hora del sueño, la hora del mimo.



El tiempo, siempre, pone las cosas en su lugar: lima asperezas, encuadra situaciones, magnifica recuerdos, relega al olvido a quien corresponde. Sé que así será con los recuerdos de Lorenzo. Sé que con el paso del tiempo el dolor será menor y los recuerdos, más bellos y graciosos. Sé que esto es uno de los tantos trucos que el tiempo usa para protegernos y de los que tenemos que estar agradecidos; de lo contrario no podríamos llevar adelante esta cosa extraña y maravillosa que llamamos vida.
Extraño mucho a mi amigo, y lo extrañaré; y a pesar del dolor de hoy, agradezco infinitamente las alegrías que me dió ayer, y que las recordaré mañana, y siempre.